Me cambian los ojos cuando viajo.

Sé que parecerá una situación misteriosa, pero cuando viajo, me cambian los ojos. No es que cambien su aspecto físico, no, no no. Siguen iguales, redondos, peídos, de color miel averdolado-(que es un color verde suave, pero su base en color miel).
Cambian la manera de mirar todo a su alrededor. La alegría que inunda mi alma y mi corazón, se impregnan en mis ojos. Casi como un bombón de chocolate cuando lo miramos y vemos con una especie de alegría, deseo y satisfacción por lograr ponerlo en nuestra boca y que estallen sus sabores, texturas y aromas en nuestra mente, pero nosotros estamos con los ojos cerrados, mirando hacia el interior.
Me gusta viajar y percibir esa sensación de sencilla plenitud, sin estrafalarios adornos que hagan ruido, sino con esa paz silenciosa y completa de la felicidad.
Caminar callecitas en subida y en bajada, descubriendo cuadros marinos al final, o bosques antiguos, verdes y solitarios que me invitan a descansar en ellos.
Salir en bicicleta sin rumbo, siguiendo a sus habitantes; sentir el ruido del tránsito y su trajinar cotidiano. Sentarme en el banco de una plaza, mirar a los transeúntes pasar, caminando rapidito, y pensar historias con sus caras, sintiendo que tal vez quizá, sean las de sus vidas verdaderas y reír por semejante imaginación.
Mis ojos cuentan otras cosas cuando voy de viaje. Se transforman y miran muy adentro. Recorren las calles, los caminos, las carreteras y las rutas, pensando la vida de aquellos que las transitan.Por eso cada vez que comienzo a planificar un viaje nuevo, trato de impregnarme con sus gentes, sus aromas, sus colores. Saco mi curiosidad a la calle y la llevo a descubrir adonde va. Así encuentro rinconcitos únicos, pasajes singulares, callecitas olorosas a pan recién hecho.
Pensar en un nuevo destino, estimula mis sentidos al máximo y buceo en ese mar de información e imágenes que me vinculan afectivamente, tanto que creo pertenecer a ese lugar mágico y sublime.
Ahora me estoy preparando con todas mis luces para encontrarme en callecitas azules, llenas de vericuetos, donde las mujeres llevan su cara tapada. Donde los aromas y condimentos son rojos y picantes. Ese lugar se me escurre como arena entre los dedos, y mis ojos se achinan para que el viento no los ciegue.
Voy a viajar a ese lugar exótico que me seduce y me mira con los ojos entrecerrados, con las pestañas empolvadas y el corazón palpitante de gozo.
Este lugar, tan esperado, tan estudiado, tan recorrido en mi mente, en fotos, en planos y en recovecos de mi alma, es un lugar amado, deseado, sentido.
Allí está donde el amor que nace en la hora mágica. Allí donde el sol es fuego incandescente. Donde el aire vibra en espejismos de cielo. Allí puedo sentir en mi piel la sensación, cálida y simple, de una milenaria forma de vida. Allí donde la arena se funde en la tierra,  como un remolino en esas noches donde el viento del sur sopla fresco y cálido a la vez, susurrando ignotas canciones tuareg.







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