La casa de mi infancia

Me propuse escribir mis experiencias y anécdotas de vida, comenzando por mi niñez.
La misma,  la que transcurrió a dos kilómetros de un pequeño poblado en una provincia litoraleña, en una casona enorme llamada “La Santa María".
Una niñez con muchos hermanos, unos padres atentos y amorosos y abuelos que estaban ahí compartiendo nuestro crecimiento.
La casa, una casona de principios de siglo, era un chalé de techo de chapa a dos aguas, con “festones”  en sus terminaciones, propios de las casas de esos años. “La Santa María”, estaba erigida  en la parte mas alta de la Cuchilla de Montiel. Una elevación que se destaca en el lugar y que desde allí se domina el paisaje. El verde entrerriano con sus montes y arbustos propios de un clima con una alta humedad y gran cantidad de lluvias.
Mi padre amaba la naturaleza y planto muchos árboles, aparte de los que ya había.
Para ingresar a la casa, había una hilera de tipas enormes, que cuando florecían dejaban una estela de  amarillo dorado extendido por todo el camino. Al llegar, los paraísos y los jacarandaes eran una gloria florecidos, desparramando su aroma por doquier, llenos de colibríes y gorriones que trinaban en ese lugar casi permanentemente. Las palmeras datileras, eran ya antiguas y demarcaban el lugar.
 No había hora que uno no los escuchara en sus parloteos singulares, entre palomas, loros y pirinchos.
Recuerdo esos rumores lejanos en las mañanas del otoño, cuando la niebla se levantaba y mostraba que pronto llegaría el invierno, bajando la temperatura de todo el ambiente.
Hoy, luego de varios años vuelvo a la casa, ya reciclada y moderna, pero con sus viejas palmeras, y con las tipas centenarias y esos recuerdos me golpean los ojos, los oídos y el olfato, que me transmiten esos momentos vividos en aquel lugar mágico.
La casa está construida en un lugar con historia. Allí, un adelantado de Ramirez tenía su puesto. Por eso tiene esas palmeras datileras centenarias, la entrada de tipas, y tantos árboles plantados en esa época. Luego unos arquitectos de Paraná, construyeron la casa, que quedó deshabitada por mucho tiempo, hasta que la compró mi padre y siguió plantando árboles. Ahora mi hermano mayor, sigue haciendo lo mismo. Plantar árboles, y ese lugar es un único y maravilloso.
Me gusta sentirlo más que verlo. Las sensaciones que me produce me llevan a lugares y épocas que ya no existen, más que en mi mente. Allí entre esos follajes y paredes disfruté de muchas vivencias por primera vez. Y aún lo recuerdo con la premura de una niña escuálida, pirincha y llorona.
Todas esas emociones se transforman en energía que me permite sanar los dolores vividos allí mismo.  Aunque ya nada está como entonces, la vida me demuestra que es posible seguir sintiendo y amando pese a todo lo sucedido.
Así que cuando vuelvo, mis sentimientos y emociones estallan y se explotan como pompas en el aire, dejándome una sensación de plenitud y bienestar.
Fue un domingo maravilloso compartido en familia, pero sobre todo llenando mis sentidos con ese lugar mágico que me llena de alegría.





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