Un puñadito

Mi abuela Leti era una gran cocinera. De ella aprendí a hacer dulces,  empanadas y pastas. Me enseño a cortar, a cuchillo los tallarines caseros y muchas enseñanzas que atesoro en mis recuerdos para hacer más ricas mis comidas. 
Tengo su imagen, en el galpón que ella usaba de cocina, en las mañanas muy temprano, en una nube de humo azulado, revolver el dulce de higos, o de zapallo, y sentir ese aroma a vainilla que me penetraba hasta el alma. Aún cierro los ojos y la veo nítida. 
Otra vez, verla amasar tallarines, y estirar la masa con un palote grande y largo. La masa enharinada, finita y amarilla. Luego doblarla con cuidado, y cortar al cejo, para que "salgan más largos los fideos". También aprendí a repulgar los bordes de las empanadas con una “apretadita” suave y de costado, --para que no se escape el jugo,-- decía mientras me mostraba cómo se hacía. 
Tenía las manos cortas y dedos gorditos. Una mano que acariciaba el cuerpo, pero también el alma. Mi abuela, me abrazaba, acomodando mi cabeza en su pecho tibio y suave. Allí, cerraba mis ojos y escuchaba sus historias. Otras veces, mi abuela se dejaba peinar, sobre todo a la siesta, donde ella se sentaba en una reposera de madera, que en ese entonces, eran una novedad. Allí, se dejaba peinar por sus nietas. Una vez le enredé el peine en el cabello, canoso y grueso, tanto que debieron cortarle el pelo para poder sacárselo. Pero ella no me retó ni nada, sólo me dijo que ahora tenía que cortarse mucho el pelo y le daba frío en la nuca. 
Era una mujer increíble. Sabía mandar a hacer las cosas y ella también estaba todo el tiempo haciendo algo. Era de la generación de las mujeres activas y creativas, y no pueden estar ociosas. Esas mujeres eran increíbles por la cantidad de actividades que tenían por mandato social. La casa, los niños, las labores y que nada falte a ninguno de los integrantes de la familia. 
La recuerdo con mucho amor, y sobre todo cuando crecí y pude ver el rol que siempre tuvo en la familia. Cuando partió, la casa cambió y nunca más fue igual. La nona se había ido llevando con ella, las reuniones y fiestas, donde la familia se juntaba y disfrutaba de compartir y charlar. 
Cuando la muerte aparece en una familia, en una casa, las cosas cambian, y se transforman. 
Ahí se quedó mi abuelo Julio, que dos años después, la siguió, porque como me dijo una vez:--Leti era el alma de esta casa, y cuando se fue, esta casa quedó muerta.
Para recordarla, hice un dulce de higo, como lo hacía ella. Pero eran higos blancos, y los de abuela, eran negros. Los sacábamos de dos higueras enormes que había en el fondo de la casa, entre los cañaverales. Me gustaba esperar el final del verano, para juntar los higos, negros y con una gota de miel. Usábamos una caña larga con un gancho de alambre al final para que “engancharlos y que no se rompieran”. Mi nona desde abajo dirigía la operación, y nos pedía que fuéramos cuidadosos para que no se cayeran ya que de esa manera se reventaban y no era lo mismo. Igual a los muy maduros o abiertos, los usaba para hacer mermelada, que a veces, mezclaba con otra fruta. 
Dejó un puñadito enorme de recuerdos, que ahora estoy escribiendo, para no olvidar y para que mi nona, mi abuela Leti, quede en el recuerdo de los que la conocimos y la disfrutamos. 





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