Para llegar a Iruya



Para llegar a Iruya, hay que hacer un largo camino hacia las cimas de las montañas. Alli donde el aire es diáfano, y las piedras se transforman con colores inusitados a lo largo del día.
Es un camino sinuoso, largo y sobre todo, solitario.
Los paisajes majestuosos, se van sucediendo como en un sinfín de curvas, que asombran y te hacen exclamar, frente a la inmensidad de todo.
Me percaté del silencio que el viento trae sus entrañas. La tierra que se arremolina, buscando refugio en las cuevas milenarias, rojas de la sangre derramada por siglos.
La huella sube y baja presentando vistas que te hacen abrir la boca con la exclamación constante.
Y al final, llegar al lugar es un remanso, donde el tiempo se ha detenido de una manera singular. La capillita intacta, las callecitas empinadas, y la gente ancestral, pululan en un enjambre multicolor, entre lugareños, extranjeros y turistas autóctonos que conviven en una armonía simple, sencilla.
Alli sentí que es posible detener el tiempo, dejarlo en reposo, y pensar sobre lo que se siente, lo que se quiere. Es una sensación inútil de explicar sin caer en palabras comunes, y trilladas.
Iruya te atrapa en su montaña, colgada en el tiempo sideral, sin que te des cuenta de que estás en sus manos callosas y ásperas.
El sol del medio día, apretaba en nuestras cabezas, y la brisa de la montaña, nos contaba historias de los antiguos y sus creencias en la pachamama.
La gente, tranquila y sin prisa, es cordial y simple, pero quiere saber de dónde, cómo y cuándo?. El más allá les llama la atención. Atrás de esas montañas está la civilización, las ciudades, el mundo.
Sentí que en Iruya se vive con una paciencia indescriptible, sin apuro, sin la urgente necesidad de consumo.
Sentir el rio serpenteando como un hilo de plata inmóvil, entre las piedras grises del cause, que, en algunas épocas es inmenso y desborda en el cañadón, es una experiencia única.
Una sensación que perdura en el viaje de vuelta, donde las luces de la tarde van tiñendo con otros colores los cerros y podemos ver la montaña en su esplendor vespertino.
El cansancio se siente en el cuerpo, pero la posibilidad de llegar a ese lugar, fue mágica y singular. Aún tengo la sensación de que Iruya, está colgado de la montaña y suspendió el paso del tiempo para deleite de todos nosotros.


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