El tiempo está raro. El clima está raro. Ahora está nublado y caluroso. Parece que el sol quema de una manera profunda. De pronto, las nubes cubren el cielo, y baja la temperatura rápidamente. Está raro el clima, dice Don José, el vecino de la esquina, mientras barre la vereda de baldosas enmohecidas de un verde negruzco.Y se para sobre la escoba mirando al cielo, sin saber que decir, se saca la gorra de tela con visera y se rasca la cabeza, desparramando los pocos pelos blancos que le quedan. 
Un perro, flacucho y sucio, duerme en el escalón de mármol de la casa de al lado, sobre la reja herrumbrada que protege el jardín. Parece de la calle.
Sigo caminando por las veredas rotas y observo los grandes jacarandaes, ya sin flores, y algunos caseros que trinan fuerte y contundente con ese canto poderoso. La gente camina apurada en este viernes de clima cambiante. 
Me gusta el olor de la ciudad de mis ancestros. Es esa mezcla de perfumes y olores caseros de los barrios cerca del ferrocarril. Son fragancias frescas y profundas que invaden sin permiso mis sentidos y me llegan al corazón. Ahora mismo hay un vaho perturbador a tortas fritas y caramelo en almíbar. La vainilla ingresa en mis fosas nasales y me remonta a la cocina de mi abuela Leti, revolviendo el dulce de higos, entre el humo del fogón. Y también me recuerda los bizcochuelos redondos y altos de las tortas de la tarde en Sosa. 
Son dos o tres segundos de viaje interespacial al pasado, y al abrir los ojos nuevamente, me encuentro caminando por las veredas de baldosas desgastadas de la ciudad. Los recuerdos están como el clima, raros, aparecen y desaparecen sin mucho aviso, pero dejan huellas que me hacen querer expresar esos sentimientos repentinos. 


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