Dr. del Alma

  Médico del Alma

Andrés cruzó la calle, justo en el momento que el automóvil giró en esa esquina, y lo atropelló causándole una dolorosa muerte. 

Amanda, se sumergió en un absoluto silencio, interrumpido solo por el derrame de lágrimas que no podía evitar. Así pasaron los días, las semanas, los meses y también pasó la fecha del aniversario. 

Su familia, madre anciana, e hija joven viviendo con ella, no sabían qué más hacer al respecto. 

Un médico amigo les recomendó que consultaran con un colega especialista en el alma. Les anticipó que era muy peculiar, pero muy buen profesional. 

El Dr. Fermín Machado entró a la vida de Amanda, con su sombrero de copa y su bastón con mango dorado luciendo su levita marrón impecable y su libreta negra de cuero para sus registros. Su bigote blanco denotaba su avanzada edad. Habló con la madre y la hija, haciendo un exhaustivo cuestionario sobre los hechos acontecidos, y las costumbres de la enferma. Con ello se hizo una idea de a quién tendría que tratar. Amanda comía a desgano, pero lo hacía. Eso era un punto a favor para el tratamiento. Pero tenía que verla a partir de hoy, en forma diaria. 

Después de la charla, se dirigió al dormitorio del piso superior. Allí en ese cuarto, sentada en la cama, en penumbras se hallaba la paciente, con su camisón blanco y una mañanita tejida de lana azul atada en su cuello con una cinta de raso.  El Dr. Fermín, observó toda la habitación y saludó con una voz muy pausada y cálida. No obtuvo respuesta. Finalmente, pasados unos cinco minutos, se dirigió al ventanal, y corrió las pesadas cortinas, abrió la ventana de par en par y la luz inundó el cuarto con rayos que se colaron entre los objetos de la habitación en una danza eléctrica de saltos cromáticos. Luego se dirigió a la cama y tomó a Amanda de los hombros, corrió las sábanas, bajó sus piernas al piso y ajustó la mañanita sobre los hombros. Amanda no atinó a nada, se dejó llevar como si fuera un bulto inerte. Fermín la sentó en el sillón frente a la ventana. Ella seguía con los ojos cerrados sin dar aviso de atención. Algunos rayos de sol revolotearon entre su pelo revuelto y se filtraron en su cara, en sus manos, en su cuello. La bandeja de la merienda estaba sobre la mesa. Fermín se la acercó y le preguntó: —¿Cuántas cucharadas de azúcar quieres en el té con leche? 

Amanda ni se inmutó. El le sirvió con dos. Así comenzó esa relación entre el Médico del Alma y Amanda Sanchez Beltrán esa tarde de abril. Al bajar, y antes de irse, dio las indicaciones para atender a su paciente hasta el otro día. 

Pasaron varios meses de constancia y adelantos que cada día iban siendo registrados en la libreta del médico. Amanda daba muestras de progreso constante, pero aún no hablaba, ni reía, y parecía que estaba en otro mundo, el de las almas rotas. Fermín sabía que en algún momento volvería a conectar con el mundo real pero había que tener paciencia. 

Un día de sol intenso, la habitación se encontraba tan iluminada que parecía una playa en pleno enero. Ese día especial, Fermín entró a la habitación y encontró a Amanda con sus ojos erráticos, en el sillón frente a la ventana. De pronto agudizó el oído, y escuchó como hablaba en voz tan baja que solo alguien con el oído entrenado podía escuchar. Sus labios se movían suavemente, y su voz era inaudible. Pero Fermín escucho todo, la historia de su vida en el más allá. Y ese día Amanda volvió a la vida, conectó con el universo del mundo, dejando atrás el mundo de los muertos. Su alma había vuelto a la vida. El trabajo del Médico del Alma había terminado. 

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