Regreso a la Santa María, en Sauce Pintos.



 La tropilla de caballos corría alocado, a lo largo del campo, bordeando el arroyo El Sauce. Desde la Santa María se veía el espectáculo en ese atardecer de verano, donde las chicharras y los grillos daban un concierto monótono cada día. El sol, fuego rojo en el cielo, caía derrotado al final de la tarde. El cielo estaba rizado de nubes teñidas de un fucsia intenso que se volvía azul, hacia el oriente. La tarde se derretía en un minuto mágico y todo parecía de otro mundo. 
Así recuerdo mi regreso a la casa de mis padres, esa tarde de febrero, cuando pisé suelo entrerriano después de treinta y cinco años de ausencia. 
Las voces se escuchaban a lo lejos, estaban sentados bajo unos paraísos antiguos que aún tenían su tronco arrugado y daban esas flores, con que de chicos hacíamos collares. Caminé por ese pasto verde y por la huella marcada del camino de entrada, dejando a mi espalda ese atardecer majestuoso, que incendiaba todo con su fuego sin quemar. 
La conversación era un murmullo, entremezclado con risas y corridas de los chicos. Los perros, cansados de jugar con los niños, estaban descansando de todo ese ajetreo inusitado. 
Sauce Pintos y la Santa María, estaban alertas con nuestra visita, entregando sus recuerdos y todos sus secretos. 
La casa, que había sido refaccionada, a principios de siglo, lucía imponente. 
Mi madre le había pedido a mi hermano, quién nos compró la casa, que no le sacara el estilo, cuando la hizo remodelar. Por fuera la casa era igual, por dentro se modificó significativamente. Con lo cual entrar, no era lo mismo. Sin embargo, vista desde afuera, era muy similar, casi igual. Cambiaba su arreglo, pero las vistas desde donde la miraras sabías que era ella. Esa casona que nos albergó en tiempos aciagos donde el dolor y la tristeza, sobre todo de mi madre, era una constante cotidiana. La casa, la que escuchó, y vió, todo lo vivido por la familia, esa casa estaba ahí. 
Ahora que el tiempo ha pasado y siento que ya no me queda mucho “hilo al carretel”, muchas veces pienso en la Santa María y todo lo que vivimos en ella. 
Tal vez vuelva algún día, antes de morir, a recorrer sus espacios donde aún viven mis padres, especialmente mi padre, al cual vi en alguna ocasión caminando por las galerías. Esa aún existe, la del Este. En esa galería y saliendo por la puerta de la cocina, ví a mi padre una madrugada de febrero varios años después de su muerte. 
Tiempo después le conté a mi madre, este hecho, ella me contestó con su voz calma y pausada. 
--Tu padre siempre anda por aquí, --me dijo--yo misma, le pregunto cosas y de una u otra manera, me da una respuesta. Aveces siento su olor en la cocina y otras veces creo que me rosa el brazo o la cara con sus manos ajadas. 
Nos quedamos en silencio. Era así, mi padre amaba tanto ese lugar. Era su lugar en el mundo. Ahora me doy cuenta. 

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