Tormenta azul en la Santa María
El cielo azul tormenta, se
acercaba a nosotros rápidamente. El viento norte soplaba tirando algunas gotas
de agua dulce y cálida. Con mi hermano Julio, habíamos subido al techo de la
casa. Un techo a dos aguas de zinc, los dos solos. Rápidamente me ubiqué en la
parte más alta, al centro, sobre la cumbrera. Estaba sentada en cuclillas sobre
la chapa caliente del techo, mirando ese monstruo que se acercaba apresurado.
Una tormenta de verano, azul profundo, y con brillos de relámpagos y refucilos.
Fue un momento sublime, único. Mi hermano, al verla venir, bajó inmediatamente
y me dijo que yo también lo hiciera. Volteé mi cabeza para mirarlo, pero no me
moví de donde estaba. Me quedé inmóvil
en esa posición, casi sin respirar. El viento bramaba, moviendo las ramas de
los árboles con una fuerza inusitada. De pronto escucho la voz de mi madre que
me llama, con miedo, desde la galería diciendo que bajara, que se descolgaría
una lluvia intensa. Yo le contesté que sí, pero que esperara un poco. Pero ella no escuchaba mi voz. Tenía
sólo ocho años. Era menudita, una niña pequeña, con unos pocos pelitos rubios, por eso alguna vez me llamaron Pelusa, “que se
la lleva el viento”. Cerré los ojos y el soplo cálido me golpeaba la cara. Era
una sensación extraña, increíble. Siempre me gustó el viento. Que me llevara
por todos lados empujándome. Corría en el mismo sentido, me parecía una fuerza abrumadora que podía
lograr cualquier cosa. Ese día me había subido al techo para ver mejor. Era la
tarde de un sábado. Ahí descubrí la magia de una tormenta de viento norte,
antes de que se vuelva sur. Mis pelos volaban desordenados, y la ropa se
inflaba. Recuerdo las sensaciones que me recorrían el piel. Había alegría,
placer, emoción, y paz, si, mucha paz. Hoy,
cuando el tiempo ha pasado, sé que esa tormenta me preparaba para la vida.
Nunca tuve miedo. Si, cuidado. Por eso cuando sentí que el viento giró hacia el
sur y la lluvia comenzó a ser fuerte, y más fría, me pare con cuidado de no
resbalar ni caer y crucé del otro lado del techo, y bajé por dónde estaba el
lavadero. Cuando lo hice estaba totalmente mojada, empapada. Los pelos estaban
pegados a la cara y la ropa al cuerpo. Pero ya llegaba a la galería y a la toalla que
tenía mi madre en sus manos, para
secarme. Esos recuerdos, dejaron una huella en mí, y probaron mi valentía. Hoy cuando tengo una sensación de temor, vuelvo
a esa tormenta azul de sábado y a las
manos de mi madre frotando mi cuerpito frío y mojado. A veces llego a sentir
que el tiempo no ha pasado y estoy en ese momento especial. Sin prisas, sin
miedos, cuidada, querida.
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